lunes, abril 20, 2009

El gato en el árbol

Buscando las llaves para salir, apunto de escapar de mi casa al gimansio con sus buenos lentes de sol, la calza, la polera de laycra, la zapatilla, el moñito, toda sport, guapísima para enfrentar mi condición rodeada de espejos y frente al profesor más incentivador del mundo, cuando de repente mamá me llama al antejardín. Y cuando creo que mamá ya superó la etapa de dejarme en situaciones incómodas, ahí la veo con mi vecino, mi compañerito de la escuela, mi eterno amor de infancia.

Él me miró con esos mismo ojos azules que yo buscaba en clases de matemáticas y, cuando los encontraba, esquivaba. Yo en esos momentos conseguí la misma capacidad de sonrojarme como en aquella época. En alguna oportunidad me defendió en clases, pero nunca fuimos amigos; en un juego de infancia me hizo una zancadilla y me dolió tanto que nunca más le hablé. Sin embargo, nunca fui capaz de verlo sin sentir alguna cosa extraña, supongo que de alguna manera estuvo mucho tiempo en mi mente.

Entonces, mamá sin pudor me dice que me suba al árbol para sacar a un amiguito de mis gatos que estaba ahí todo atormentado por el Lucán, el perro de la casa de al lado, y que el vecino me va a ayudar. En un par de segundos me atormenté tanto como ese gatito arriba del árbol. Entonces, traté de esbozar una sonrisa para aceptar la inevitable propuesta de mi madre.

Me armé de valor y subí, el pequeño gato estaba ahí agarradísimo de las ramas, lo traté de tomar, le hicie cariño, le hablé con esos tonitos amorosos, al final, lo tiré, una, dos veces y a la tercera sus garritas estaban en mi brazo, gato de mierda. Bajé y me tomó de la mano para ayudarme. Su sonrisa ya no era angelical como antes, era más bien burlesca y ¿cómo no? si tengo a una madre sin sutilezas, sin intuición, sin criterio.

Al final, me tomó el brazo y me dijo que me echara alcohol, yo lo miré con un poco de curiosidad, porque siempre había esquivado su mirada. Él me miró serio y como tratando de reconocerme. Tomó al gato, lo dejó en el suelo y se despidió. Nunca se me había acercado tanto.

Ya sola en mi pieza, desde mi ventana puedo ver su casa, y sentí un ardor en mi brazo y en mi cabeza, en los recuerdos, en las ilusiones que alguna vez tuve y se esfumaron entre los años.

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